Às seis em ponto – reviews

ELVIRA VIGNA: IN ENGLISH – Às seis em ponto (Brasil, Companhia das Letras, 1998, 128 p.)

 

Review published in: Espéculo, Revista de Estudios Literarios, number 14, Universidad Complutense de Madrid, March 2000.

El cuarto romance de Elvira Vigna, A las seis en punto (lanzamiento de la editorial Companhia das letras, 128 páginas), nos continúa ofreciendo, así como el título anterior de la autora, El asesinato de Bebé Marté (de la misma editorial), énfasis en una estructura literária muy particular. Más una vez se trata de una narrativa que introduce, o que nos muestra otra. Aquí, un pequeño viaje de final de semana a una ciudadela de veraneo, nos remite o otro viaje, hecho una semana antes, donde hubo una muerte. Más una vez, como sucedía en Bebé Marté, la muerte puede haber sido un crimen, o sea, un acto deliberado de matar, o no.
También, como en Bebé Marté, el muerto es un viejo, una figura paterna, víctima y culpado al mismo tiempo, lo cual coloca en primer plano el tema sociologicamente justificado de la muerte del padre cultural ,de la antropofágia incesante de las sociedades tercer mundistas. Si en Bebé Marté, la “culpa” del muerto era tener un impulso vital ausente en la asesina, en A las seis en punto, la “culpa” es igualmente un impulso, de esta vez más claramente sexualizado. Tanto en un caso como en el otro, la muerte es la única posibilidad de la narradora de seguir con vida. La “deglución” cultural de la cultura norteamericana de masas es también la única posibilidad de mantenimiento de una especificidad social brasileña.
El viaje de la narración principal sucede a través de la Bajada Fluminense, una de las regiones más pobres de Brasil, y esto no es un acaso. Entre los nombres vagamente en inglés de los moteles de encuentros, entre los carteles de la carretera que señalan direcciones siempre diferentes, sobre los ríos con nombres indígenas, está el paisaje que pasa por la ventana del carro, con las cabañas, los niños volando papalotes, los ómnibus que vienen de localidades también de nombres indígenas- un buen resumen de la deglución incesante y no por eso siempre exitosa de la contemporaneidad.
Dentro de un carro, la narradora y su amante viajan en silencio, tanto en la ida como en la vuelta, cuando él ya sabe que fue ella quien mató al padre, la semana anterior. Es gracias al silencio de él que la narradora se da cuenta de que él sabe todo. En la ciudadela, durante un desayuno com la familia y en presencia de una reproducción de Velásquez, es también a través del silencio que la narradora comprende que talvez todos los acontecimientos que culminaron com la muerte del viejo, fueron cuidadosamente planeados. De esta manera, los dos momentos máximos del drama ocurren a través del silencio. Silencio este que falta en una cultura cargada de músicas que no se sabe más si son brasileñas, latinoamericanas o americanas y que los protagonistas bailan automaticamente. Como en Bebé Marté, A las seis en punto presenta unidad temporal y espacial. La acción de Bebé Marté ocurre en 24 horas, un día normal de trabajo com una fiesta de noche. La acción de A las seis en punto también sucede durante un único día: una mujer que vuelve a ver una reproducción de “Las infantas” de Velásquez, promotor de la acción.
Este libro recibió el Premio Ciudad de Belo Horizonte, en 1998.


Alle sei in punto – Riassunto per Patrizia di Malta:

Teresa, l’io narrante, fa un viaggio in macchina con il suo uomo per la cremazione del padre. La settimana prima ha fatto lo stesso viaggio. Da sola. Per andare ad uccidere il padre. E’ stata una morte involontaria, dovuta ad un incidente accaduto durante una violenta discussione. Ha bisogno di dirlo al suo compagno, ma ci riesce solo quando sono già tornati a casa. Lui l’aveva già capito. Un foglietto sul quale lei aveva annotato il consumo di benzina certificava un uguale consumo, un giorno che lei aveva detto di essere rimasta a casa con il mal di testa. Il viaggio si snoda attraverso la Baixada Fluminense, una delle regioni più povere e pericolose dello stato di Rio de Janeiro, con i motel e i gommisti con i nomi scritti in inglese scorretto. Tema di questo libro è la difficoltà di raccontare una storia. Teresa è ossessionata dall’idea di fare i conti con il proprio passato, e più in particolare con la sua infanzia, in cui la vediamo posare nuda per il padre, mentre questo la ritrae su una tela in una stanzetta sul retro. La madre solitaria, la sorella grassa e il fidanzato di turno le fanno da spalle in questa trama delirante. Realtà, finzione, memoria, emozioni si fondono in questo buio ritratto, contrapposto al quadro Las Meninas, di Velasquez, in una metafora tra osservato e osservatore, in un gioco di specchi proprio di chi desidera ostinatamente scoprire il lato magico della vita e le sue implicazioni emozionali. In un contesto fortemente edipico, la Vigna dipana la matassa della storia narrata a strati, come dipingendo un quadro, aggiungendo mano a mano informazioni e suggerimenti, allo stesso modo in cui Velaszquez dipingeva irritato le sue tele, cercando di fare emergere la verità dalla mediocrità che reggeva la sua vita.


Excerpt: (trad. Andrés Roig)

“Y además hay, claro está, el libro. Estaba allá, hoy, en la casa de Miracema, en las pilas de cosas ya arregladas para la mudanza, en la sala de mi madre. No lo abrí, no tendría por qué. Lo que yo quería estaba plenamente visíble, en la portada, debajo del título Los Grandes Pintores del Mundo. Una reproducción de Las Infantas, de Velásquez.
Es posible que en las mezclas de mis recuerdos, este libro haya estado de hecho en el cuartito de los fondos en la misma época en que era un atelié, para, bueno, componer el ambiente. Es posible también que no, que yo me haya quedado muy impresionada con tan bonito libro, la Infanta tan bonita, y que haya simplemente, yo, en mi cabeza, juntado el libro con este período de pintura de mi padre que ¿duró cuánto? Difícil saber, más fue poco tiempo con toda certeza.
Y ahora viene la parte que, el viernes pasado, yo descubrí no haber existido. Después de la mano gruesa apartando el escote de mi dormilona, mi padre fue para el cuartito y yo fui atrás de él y después yo estoy de pie encima de un banquito bajo, el espejo de la puerta de un armario que allá había está torcido y me llama la atención com su imagen distorcida, poco nítida.Yo me acuerdo tan fuerte de mí, mirando fijamente para esta puerta de armario torcida, cuyo reflejo está tan poco nítido. Mi dormilona está colgada en el picaporte de la puerta y yo tengo frío en mi piel desnuda, frío compensado por un calor que nace entre mis piernas. Mi padre me pinta y me mira y me mira intensamente y es esta la mirada de la cual huí mi vida entera a punto de jamás haber conseguido, yo, mirarlo a él con miedo de que él me retribuyese la mirada—y yo no aguantase.
Yo posaría en la pose de la Infanta Margarita porque—y este sería un secreto entre mi padre y yo—él aún estaba aprendiendo como es que se pintaba y no sabría pintar bien una niñita, más él no quería que las personas comentasen sobre como él aún no sabía pintar muy bien, entonces yo posaría en la pose de la Infanta Margarita. Y después, com calma, mi padre colocaría los brocados, los lazos de cinta, las joyas y los bucles y yo quedaría simplemente linda y nadie sabría que aquella linda del cuadro sería yo, sólo mi padre y yo, y esto sólo haría aumentar mi placer de quedar, a final, linda.
Fue algo construído, montado, en mi cabeza por muchos años y hubo una época en la cual yo traté de saber de los hechos, averiguar, llegué a preguntarle a mi madre si ella sabía que fin habría tenido una reproducción de Velásquez hecha por mi padre hacía muchos años, más ella me dijo que no sabía de lo que yo estaba hablando. Como siempre, me quedé com la impresión de que mentía. Después más tiempo fue pasando y más tiempo aún y toda esa historia fue quedando atrás, primero al lado de tantas otras historias y después inclusive menor que otras historias. Al punto de, el viernes pasado, y esto cuando lo pienso ahora es realmente increíble, cuando el viernes pasado yo subí para Miracema, era de noche y hacía mucho tiempo que yo no llegaba a Miracema de noche.
Debe de haber sido por eso que lo que me invadió no fue rabia de mi padre, no fue la revisión minuciosa de lo que yo iría a hacer o a decir cuando lo viese, de allí a pocos minutos. Lo que me invadió fue la alegría que yo sentía, de niña, llegando a Miracema otros viernes de noche, para pasar el final de semana en nuestra casa de finales de semana, el frescor tan reconfortante de la sala vacía, esperandome después de una secuencia que comenzaba com el salto que el carro daba al pasar del asfalto para los adoquines. Y a esa hora, yo sola en el carro, llegué a disminuir la velocidad aunque no fuese necesario—no había tránsito ni nadie, hora de la novela. Y fue despacio que seguí, el puente, el lugar del mercado, las laderas, la casa de Leontina y casi paré. Casi paré en la casa de Leontina. Sería fácil: Hoolaaa. Pero que sorpresa!!
Pues bien, vine a ver a mi gente y olvidé que mi madre y mi hermana no estarían en casa, vé como está mi cabeza.
Pero entra chica! Come alguna cosa con nosotros. Mamá, mira quien está aquí!
Por un instante—y esto es increíble—yo podría perfectamente haber ido a Miracema el viernes pasado y estacionado dos portones antes del portón de la casa de mi familia, entrado en la casa de Leontina, allá haberme quedado platicando y después vuelto. De muy poca cosa está hecha la vida.”


Capitolo I
(trad. Patrizia di Malta)

 

Non mi sento bene. Quest’odore mi dà la nausea. Fame, anche. E i campari. E la Baixada, che sputa autobus, vecchie macchine, furgoncini volkswagen, che spuntano all’improvviso davanti alla macchina, emettendo ondate di fumo nero, la macchina al massimo a sessanta all’ora, anche meno, perché Haroldo è prudente e frena prima, molto prima, e non sorpassa se non è il caso. Nel dubbio, sorpassare. Lui no, non esce da dietro quel fumo ma se chiudo il finestrino è peggio.
Facile. Basta contare.
Haroldo, sono stata a Miracema settimana scorsa.
So che lo sa già. Il foglietto.
Il foglietto ondeggia appeso al manubrio, non si dice manubrio, si dice volante. Cose che ti restano dentro. Manubrio, ripeto mia madre nelle sue parole così raffinate, apprese tardivamente e per questo inserite dentro alle frasi come gioielli – come quelli che lei comprava uno dopo l’altro, a rate. E che poi ammirava, girando e rigirando il gioiello e il portoghese, la concordanza, la pronuncia nelle esse, errori sempre in agguato, imperfezione da bandire, inammissibili carboni nel diamante. Una volta venne operata. Sdraiata sul letto, domandò all’infermiera che entrava: la signora adesso mi farà la toilette? E quella che la guardava, senza capire. Poi capì, Ah! La barba ai peli lì? Sì, adesso la facciamo. E uscì ridendo – tualet! – per prendere il rasoio.
Haroldo, venerdì scorso mi sono alzata alle sei in punto. Un buon titolo per una storia: La donna che si alzava alle sei in punto.
Ed è anche per questa ragione che non mi sento bene. Stanchezza, mi sono svegliata presto, le sei è presto. Se riuscissi a staccare gli occhi dai tetti delle casette sotto al livello della strada, fili della biancheria, antenne, alberi, luci che si accendono, ragazzi tardivi che fanno ancora alzare in volo i loro aquiloni, guarderei l’orologio – dev’essere l’ora del whisky – ma non posso fare nessun movimento. Un movimento qualsiasi e precipiterebbe tutto, domande, sguardi e vomito. Il foglietto dondola attaccato al manubrio e io so, senza guardarlo, senza muovermi, che i numeri annotati si ripetono. E non è nemmeno necessario che guardi Haroldo per saperlo: le due mani sul volante, lo sguardo sulla strada, la velocità costante quando è possibile perchè a volte non è possibile e nella Baixada non mai è possibile e ho l’impressione che tutta questa costanza non sia possibile, neanche dopo, a macchina posteggiata, in salotto, noi due in piedi in salotto.
Haroldo, è stato così così, noi.
Ma questa storia non è per lui, questa fa parte di un altro repertorio, uno di quelli presentati e rappresentati in salotti, altri salotti, freschi, con piante, cuscini, donne con le gonne lunghe, té.
Oggi mi sono svegliata alle sei.
E non ho pensato a come sarebbe stato questo mio viaggio a Miracema che ha finito col diventare non il mio viaggio ma il nostro viaggio, mio e di Haroldo, a Miracema. Mi sono svegliata e ho richiuso gli occhi e non ho pensato a Miracema, ho pensato a ieri. E ho pensato: è stato così così.
La donna che trovava tutto così così (potrebbe esere il titolo)
Mi sono svegliata alle sei e so che mi sono svegliata alle sei perché mi sveglio tutti i giorni alle sei, ma anche se lo so controllo lo stesso i numerini verdi – quasi dei piccoli marziani, proprio come quelli che ci hanno sempre detto che esistono. Un certo piacere nel dire a me stessa: ancora le sei. E nel non riuscire lo stesso a riaddormentarmi.
Richiudo gli occhi comunque perché mi piace, quando mi sveglio, fare una specie di bilancio del giorno prima: devo iniziare questo nuovo giorno triste? allegra?
E il bilancio di oggi, amiche mie dalle lunghe gonne, è stato il seguente: così così.
Guardo l’orizzonte da dove potrebbero spuntare facce conosciute, che procedono scivolando come nuvole. E quando dico a me stessa: è stato così così, labbra si stringono, sguardi mi fucilano e la più sincera – Lucia? Vera? – grida isterica che sono pazza, completamente pazza.
Perchè, è la verità, dopo la prima che, come sempre, è stata molto bella, sono riuscita ancora a cavarne una misera seconda dai gemiti spudorati prima di crollare senza fiato – un giorno o l’altro ci rimango – sopra al suo petto. Parere unanime verbalizzato dalle nuvole all’orizzonte: non so dare valore a ciò che possiedo. Se mi trovassi in uno di quei salotti freschi, con piante, cuscini, una di noi si alzerebbe dichiarando categorica: vado a scaldare l’acqua per il té. E, nel passarmi davanti, sbatterebbe con violenza contro il supporto del vaso alla parete, contro il vaso e non addosso a me, perché le mancherebbe il coraggio di spintonarmi, di prendermi a unghiate, gli uomini sono così rari e io mi metto a fare la preziosa.
Ci raccontiamo tutto di noi, in questi salotti. Dicono che noi donne siamo così, raccontiamo. Diciamo che sì, è vero, raccontiamo di tutto. Ma non è proprio così. Raccontiamo storie. Non è la stessa cosa. E sono storie specifiche, appartengono non esattamente a noi ma a questi salotti, gonne, felci, té o vino bianco. Basterebbe la presenza di un uomo, e non ci sarebbero più storie.
Haroldo, non la racconterò.
Ho fatto uno sbaglio. Più d’uno. Ma mi atterrò allo sbaglio di oggi, è uno sbaglio che io mi trovi su questa macchina, con Haroldo che guida, il foglietto sul volante, la Baixada a mia disposizione e io che non riesco a concentrarmi sulla Baixada, perdendo così l’opportunità di concentrarmi sulla Baixada, mi piace tanto, quando viaggio in macchina, guardare tutto. Non sto guidando io, potrei guardare, sarebbe così bello lasciare vagare lo sguardo in lontananza per la Baixada, molto in lontananza, alla distanza ideale: quella di una macchina che passa nella sua velocità ipnotica e ripetitiva anche se non costante, i ritmi diversi alla fine si ripetono – è la stessa cosa che stare fermi ma lontani. E in lontananza la Baixada. Tutta la vita in questo equilibrio di una velocità che non si muove, e la Baixada. Incidenti sulla strada, dice una targa, anche tu ne sei responsabile. Cintura di sicurezza – la tua amica del cuore, Insegne Luminose Vitória, Pneumatici Michelin, Adunanza di Dio – funzione alle sette.
Haroldo può scegliere tra Penha, Região Serrana e Brasília ma tira dritto. Attenzione a non attraversare la strada ma lui non la attraversa. Bob’s, Pneumatici Benfica, Stoptime Hotel.
So qual’è stato il mio errore, oggi. Lo stesso errore di sempre, l’errore Santa Calma Piatta. La donna Santa Calma Piatta.
Quando mi sono svegliata, stamattina, ho aperto gli occhi, li ho richiusi e poi li ho riaperti. Dalle tende entra una luce. La luce arriva da dietro ai peli del torace di Haroldo e io rimango immobile a guardare i peli che la luce fa sembrare dorati, e il pulviscolo nell’aria, anche quello dorato dalla luce. Me ne sto tranquilla a pensare che l’universo è finito ed è rimasto soltanto questo: una luce, peli e pulviscolo che, per esistere, hanno bisogno di occhi che a loro volta sono ancora vivi soltanto perché c’è la luce, i peli e il pulviscolo e che tutti – occhi, luce, peli, pulviscolo – hanno molta paura, sono paralizzati dalla paura. Perchè per un nonnulla qualsiasi, un movimento anche solo pensato, e tutto potrebbe finire in un nanosecondo, compresi i pesci, grandi, bianchi ed anch’essi immobili, che cercano anch’essi di evitare qualsiasi movimento, là sul fondo senza luce del mare, essendo i pesci l’antimateria di questa materia diurna. Potrei rimanere così per sempre. E sapere che effettivamente potrei rimanere così per sempre mi riempie di un altro tipo di paura, questa molto più vera. L’antidoto, ovvio, sarebbe muoversi. Ma se mi muovo, faccio partire il salutino, amorino, caffettino, sorrisino. Quindi, stamattina, ho pensato che meritavo di prendermela un po’ comoda.
Mi sbagliavo.
Il telefono squilla.
Penso: non è possibile.
Di nuovo, no.
Ed è in questo momento che mi prende il primo – di una serie che temo non sia ancora finita – malessere del giorno. Perché lunedì scorso la donna di servizio di mia madre mi ha salutato con un “salve” con la sua voce acuta ancora più acuta, com’è possibile avere una donna di servizio con una voce così.
E quel “salve”, come stamattina, è arrivato che non erano neanche le sette.
E poi aveva detto, lunedì scorso, che le aveva quasi preso un colpo. A momenti mi prendeva un colpo, signora Tequinha. E insistette sul non avere alcuna colpa per essere arrivata così tardi la sera prima, sapesse che disgrazia, signora Tequinha, e che lei non era lì a badare alla casa ma che io non potevo immaginare cosa le era successo, che dovevo figurarmi che la sua amica aveva avuto un problema e allora. Ma che ancora non sapevo cosa era successo a mio padre e lei che mi annoiava con i suoi problemi. E che lei in effetti era arrivata molto tardi, anche se non era stata colpa sua, e siccome era tardi era andata direttamente nella sua stanza e così non aveva visto niente e l’aveva visto soltanto quella mattina.
E che mi stava telefonando perché la signora Clotilde le aveva chiesto di telefonarmi.
Così, quando il telefono ha squillato, stamattina, ho pensato che avrei sentito la voce della donna di servizio con la sua voce acuta in un parossistico record di acutezza dire un’altra volta: una disgrazia, signora Tequinha. Rimane da capire di quale disgrazia si tratti.
Mia madre appesa al soffitto.
Mia madre appesa al lampadario per il collo. Cha cattivo gusto, Maria Tereza. Che cosa di cattivo gusto. Figuriamoci se io potrei stare appesa ad un lampadario, con le gambe penzoloni. E perché poi? Non ho fatto niente.
Lady Macbeth in un allestimento post-moderno, i lampadari della casa di Miracema sono di resina. Avrei un’impossibilità tecnica di produzione: i lampadari di resina si spezzerebbero con il peso del corpo appeso, e, di conseguenza, della logica contemporanea, quella che a Shakespeare non ha mai dato problemi.
Ma, allestimento o no, Lady Macbeth ha ragione. Non abbiamo fatto niente. Nessuno di noi, neanche lui, il morto.
Haroldo, venerdì scorso sono andata a Miracema e non ho fatto niente.
L’Hotel Palmeiras, l’Hotel Luxemburgo, il Capri Motel e Hotel – suites, idromassaggio, e il Las Vegas Motel – R$ 15,00 – l’amore a portata di tutte le tasche, entrano ed escono dalla mia visuale, in fila indiana. Ma stamattina, al contrario di adesso che neanche gli occhi, Haroldo si muoveva.
Stamattina il telefono squilla, l’universo torna ad esistere, e Haroldo si muove di fianco a me nel letto. Non sono nemmeno le sette e lui solleva la testa, perplesso, guardandomi come se fossi io a fare drin.
Salta giù del letto, portandosi dietro il lenzuolo per avvolgervisi, pudico, ma io riesco a vedere uno spicchio di sedere bianco che ondeggia verso il mio scaffale, essendo i lenzuoli marroncini, e solo il sedere bianco.
Haroldo una volta era un cane, inizio, rivolgendomi alle nuvole all’orizzonte, gonne arancioni – che diventano sempre più rosse – si agitano e sento le voci delle mie amiche: eccola di nuovo con le sue storie, la Teca, un cane, figuriamoci, un pezzo d’uomo come quello.
L’uomo che una volta era un cane.
La domenica mattina mi sveglio e faccio sempre tutto allo stesso modo: caffé, letto, gatta e pianta. Esco per camminare e cammino. Mi stanco e mi siedo, bevo una agua de coco. Una domenica, cammino, mi stanco e mi siedo. Sul gradino del marciapiede. Passa Haroldo, lento, con la lingua di fuori, senza la minima fretta. Si ferma davanti a me e si mette a guardarmi, le orecchie ritte ma non molto, la testa grossa ma non molto, di un bianco un po’ sporco, resta lì, a guardarmi e basta, simpatico, solidale. La padrona attacca discorso.
Si chiama Haroldo, il cane. E sta cercando una fidanzata.
Il giorno dopo, alle dieci, nel mio ufficio, la segretaria mette giù il telefono, il signor Plocò, che sta facendo un lavoro per la nostra società, chiede di parlare un istante con me.
Entra, mi porge il suo biglietto da visita, H. Plaucowzski – Consulenza per Telecomunicazioni. Rimane fermo davanti a me, senza fretta. Io cerco di leggere il nome. Lui sorride simpatico: può chiamarmi Haroldo. E resta lì a guardarmi, la testa leggermente inclinata, i capelli pepe e sale ma non troppo. Mi viene voglia di chiedergli se sta cercando una fidanzata ma è lui ad aprire la bocca per primo: sta cercando un posto per infilare il suo cavo.
C’ero andata vicina.
I drin continuano, imperturbabili, finché Haroldo, in questa mattina di buon’ora, già di ritorno dallo scaffale e senza spicchi di sedere in vista, senza niente in vista (a quanto pare, ha più attenzioni per il nudo frontale che per il dorsale), mi porge il telefono perché io risponda, sempre così cavaliere. Il mio “pronto” esce forte, sulla difensiva, nel caso che qualcuno domandasse se è il gommista all’angolo o che fosse di nuovo – non sempre la fiction è fiction – la voce della donna di servizio di mia madre, pronto, è la signora Tequinha? una disgrazia, signora Tequinha, si figuri che.
Mi viene in mente, caso fosse di nuovo la donna di servizio di mia madre, di prendermi la libertà di essere assolutamente sincera, almeno per una volta: signora Tequinha? sarei io, la signora Tequinha? Non ho la minima idea di chi sia la signora Tequinha, signora, deve essersi sbagliata. La signora Tequinha dovrebbe essere la donna nuda nel letto che afferra il telefono che le porge un pezzo d’uomo in piedi di fronte a lei? Le unghie di una signora Tequinha dovrebbero essere pitturate di rosso, credo. E forse dovrebbe essere grassoccia.
E c’è dell’altro: quando dico che una signora Tequinha – questa, quella, quella con le unghie pitturate di rosso, grassoccia e nuda nel suo letto – afferra la cornetta e la accosta alla bocca su cui aleggia qualche rimasuglio di rossetto della sera prima, stiamo parlando di un telefono-telefono? Spero di si, non ho pazienza per le metafore, non prima delle sette del mattino, ma è Beto.
Restituisco il telefono ad Haroldo dicendo, è Beto.
Haroldo risponde, dice capisco, capisco, guardandomi e credo sia stato allora, proprio allora, che ho cominciato a sbagliare. In quel momento entravo – ero distratta, le sei del mattina – nella parte di Santa Calma Piatta.
Perché Haroldo dice capisco, capisco, non fa niente, figliolo, certo, certo – e mi guarda ed è stato allora che avrei dovuto avere uno sguardo distante, brechtiano, da stronza, è impressionante come ciò che fino a ieri era considerato cultura, diventi da stronza in un batter d’occhi. Ma il mio sguardo, al contrario, è stato sollecito, perché mai?
Ho sempre detto che Beto ha bisogno di una bella legnata. Camicia bianca con taschino, fidanzata vergine, calze nere, collegio militare come interno o un bel lavoro in fabbrica, alle sei del mattina la sirena uèèèèè, tutti in fila in mensa per il pane burro e formaggino, la tazza di caffelatte, una bella fabbrica moderna, di quelle che danno la colazione a chi arriva presto e invece il figlio di Haroldo fa il musicista.
Musica new age.
Very cool, man.
Ha sedici anni, l’orecchino e mi guarda da pari a pari, dritto dentro gli occhi, mi chiama La Teresina, mi fa sentire un gioco di carte. Non sa cosa sia la formalità. I sabati li passa con il padre. Cioé, non proprio con il padre. Con il sampler, il processore, il vocoder, il digital audio tape che lui chiama il mio (il mio di lui) vecchio dat, il sequencer, il minidisc Sony, tutti computerizzati, che Haroldo ha comprato dopo la separazione, per prenderlo all’amo.
Beto tira lentamente su i cursori del volume, la mano ferma, lenta, la faccia concentrata, lo sguardo impassibile fisso su di me, ogni millimetro più su sono migliaia di decibel in più. Lo fa tutte le volte che mi trovo lì e cerco di attaccare discorso. Di una raffinatezza sadica. Se quel ragazzo arriverà all’età adulta diventerà un buon amante.
Oggi Beto non può, mi informa Haroldo.
Beto è appena arrivato a casa della madre. La festa è stata grandiosa. Sono stati tutti entusiasti. Lui è stato il massimo. E adesso va a dormire perché più tardi ci sarà un’altra festa e lui deve fare il sound check con il suo gruppo al massimo a fine pomeriggio.
Perciò Haroldo dice che se voglio, può venire con me.
No.
Assolutamente, non ti preoccupare, figuriamoci, non esiste, pensaci bene, ti annoieresti e basta, riposati un po’, approfittane per risolvere che cosa poi? qualsiasi cosa, lascia stare, io sto bene, che scemenza, sono soltanto le due, figuriamoci, la strada la so a memoria, non essere stupido.
Ma non è servito a niente, avevo già iniziato a derrapare con il mio sguardo non brechtiano quanto Haroldo aveva detto capisco, capisco, al telefono con Beto.
Era meglio che venisse anche lui perchè ero nervosa, disse e aggiunse: è ovvio.
E sorrise.
E mi diede qualche leggero colpetto sulla testa dicendo beeella e mi diede una grattata dietro l’orecchio porgendomi il mio biscottino per cani preferito: gallina e tonno.
Non sono nervosa.
(Noto che la mia voce è leggermente alterata.)
Ma, Tere, rimarrei qui a far niente.
La donna che aveva molti nomi.
Non voglio.
E’ un problema mio – e suonò un po’ più duro di quanto avrebbe dovuto, ma questa volta funzionò.
Allora ok, Tirica, come vuoi tu.
E mi chiede, risentito, se sarei tornata in tempo per il giapponese o se volevo che mi annullasse l’appuntamento.
Sappiamo entrambi che fa questa domanda soltanto perché sia ben chiaro quanto lui è gentile e disponibile e quanto invece io sia aggressiva non volendo che venga con me a Miracema. Sa benissimo che c’è tempo a sufficienza per andare e tornare – come del resto sta succedendo, abbiamo appena pagato il pedaggio, due real e trentotto, grazie, e l’asta si alza, pratico però, solo due real e trentotto – e anche ricevere il giapponese.
Quando ho fissato l’appuntamento con Mr Nakayama, in effetti, pensavo ancora che sarei andata a Miracema soltanto domenica. Dissi che se voleva poteva lasciare la valigia in portineria da me, senza alcun problema, e passare a prenderla prima del volo. Poi mia madre aveva telefonato dicendomi che domenica ci sarebbe stata la messa del settimo giorno, una sorpresa, perché siccome era rimasto nella vasca per tre giorni non sarebbe stato sotterrato, ma cremato, non essendo mio padre una persona religiosa.
Allora in questo caso, vero mami, se c’è la messa non vale la pena che salga domenica, non avremmo tempo di parlare. E’ meglio che venga su sabato.
E spostai il mio viaggio a Miracema il sabato senza annullare il giapponese, ci sarebbe stato tempo a sufficienza, il giapponese sarebbe stato una scusa in più e spiegai tutto questo ad Haroldo.
Vado ma non ci metto molto – voglia di non andare.
Il giapponese imbarca stasera per Tokyo, io vado e torno, un motivo in più perché la visita sia veloce dato che la giornata, oggi – dissi – sarà pesante.
Dev’essere successo tre giorni fa, dichiarò un vicino che fa il medico, chiamato su due piedi, calcolando con approssimazione e facendo la gentilezza di firmare, in pigiama, il certificato di morte.
Non ci fu bisogno di chiamare il medico legale, fu seppellito immediatamente, tre giorni.
La donna che faceva una cosa spaventosa.
Un inizio di storia potrebbe essere dire che mia madre parla al telefono con gli estranei.
Haroldo, mia madre parla al telefono con gli estranei.
La gente telefona, ha sbagliato, invece di dire che ha sbagliato, quando è un uomo e quando ha una bella voce, mia madre attacca bottone. Me l’ha raccontato una volta, un po’ di tempo fa, in mezzo ad un altro discorso. Lo racconta en passant e in quel momento, mentre ne parla, la voce si fa sottile nell’incosciente imitazione della voce che fa quando parla al telefono con questi sconosciuti, prooontoou, una voce da ragazzina, smorfiosetta. Lei me lo racconta, io dico ah sì, rido educatamente, e cambiamo discorso. E’ buffo come cose senza importanza possano diventare a volte così importanti. Pochi giorni prima che mio padre morisse lei ritorna sull’argomento per la prima e ultima volta. Dice che senza volere, una di quelle cose che si fanno senza sapere perché, si era lasciata scappare nel bel mezzo della chiacchierata con uno di questi sconosciuti il nome esatto di Miracema e anche il nome della strada di casa sua e che si sentiva nervosissima. Ma con mia madre non si può mai sapere, lei – mentre lo diceva – sembrava effettivamente molto nervosa, ma poteva anche essere che stesse recitando una parte. Ma lo disse: sono nervosissima.
E aggiunse un commento molto strano: si sentiva molto nervosa perché aveva paura che lo sconosciuto, in possesso di quelle informazioni, potesse localizzare la casa e fare del male. Ma cosa, mami?
Lei non seppe dire cosa e fece seguire una lista di cose brutte che oggigiorno succedono in continuazione, basta leggere i giornali, Maria Tereza.
E io, in quel momento e non quando mio padre morì e neppure oggi durante tutto il pranzo, finché giunse il momento del caffé che io, lei e mia sorella bevemmo e che fu, ad ogni minuto che passa ne ho la certezza più assoluta, un caffé d’addio, io non mi ricordai della sua assurda confessione di temere qualche cattiverìa da parte di uno sconosciuto. Soltanto verso fine pomeriggio, praticamente al momento di andar via, all’ora del caffé, guardando i muri, gli oggetti impilati, il nulla, soltanto il caffé, guardando il nulla per non guardare mia sorella e mia madre, soltanto allora me ne resi conto. Il vero soggetto della frase a volte è l’avverbio. Una storia iniziata com’era iniziata, con uno sbaglio, poteva finire soltanto con un’altro sbaglio.
E’ solo da pochi minuti che mi sono accorta che Haroldo ha indovinato il mio precedente viaggio a Miracema. In quel momento mi sono ritrovata a sudare freddo in tutto il corpo. Adesso, ricordandomi di quel caffé bevuto nel silenzio di quel salotto che credo che non rivedrò mai più, ricomincio a sudare. Fuori è buio, se chiudo gli occhi non fa molta differenza. Così li chiudo. Li riapro. Offerta speciale, suite con sauna a 14 real. Mi fa male la spalla, avrei bisogno di muovermi un po’. Cerco di farlo, lentamente. Sistemo la schiena sul sedile e spingo un poco il corpo in avanti, migliorerà, ho un buco nello stomaco ma migliorerà. Ponte sul fiume Sarapuí.
Quando mia madre mi telefona tutta la settimana, per questo e quel motivo, perché io dia il mio parere su questa e quella cosa e mai sul trasloco quando sa che non do mai il mio parere su niente, quando mi telefona soltanto per dirmi che va tutto bene chiedendomi se va tutto bene, quando telefona perfino per farmi il resoconto di chi ha chiamato e da dove, per fare le condoglianze, sempre finendo la telefonata con la domanda a che ora arriverò sabato a Miracema, e se sono sicura di venire, mi viene da pensare, dato che – dico a me stessa – conosco bene mia madre, mi viene da pensare che tutta quest’ansia soltanto per essere sicura che effettivamente verrò a Miracema questo fine settimana può voler dire soltanto che vuole dirmi:
– Figuriamoci, come sono stata stupida, sai quella cosa che ti ho raccontato l’altro giorno, delle telefonate, poi mi è venuto in mente, a pensarci bene non gli ho detto neanche il nome esatto della strada, mi ero sbagliata, non so dove sto con la testa, fai finta che non te ne abbia mai parlato.
Ma lei non ha sfiorato l’argomento.
Haroldo è solito lasciare la sua macchina in strada, davanti al mio palazzo, quando passa la notte con me. Stamattina siamo arrivati ad un accordo: lui non sarebbe venuto con me – e io entro in garage per tirar fuori la macchina.
Esco in retromarcia, Haroldo mi aspetta fuori per un ultimo salutino, amorino, bacino, ma sento solo la frenata. L’altra macchina arrivava a tutta velocità, è ancora presto, la strada vuota, e no, non ho guardato nel retrovisore.
Il colpo è lieve ma sufficiente.
Il guidatore, un ragazzo di circa trent’anni, esce molleggiando il corpo, facendo gesti di indignazione, facce del tipo “così non si può mica”. Non ho pazienza per questo teatrino maschile.
La donna che non aveva pazienza.
Tiro giù il vetro, mai andare in giro con il vetro abbassato, e gli dico che ha assolutamente ragione: lei ha assolutamente ragione. E’ un raggio paralizzante. Interrompe i gesti, mi guarda senza capire. Ma come! e la scena provata ormai alla perfezione dell’indignazione maschile di fronte alla donna incapace al volante? Sceglie di non avermi sentito e continua: così non si può mica, signora mia.
Io ripeto, lei ha ragione da vendere.
Un altro sguardo d’incomprensione e comincio a pensare che il ragazzo abbia sul serio un qualche problema nel suo sistema cognitivo. Cerco di essere più chiara: pago io.
Prendo nel cruscotto uno dei miei biglietti da visita con il logo dell’azienda.
Il mio biglietto da visita. Adesso ho fretta ma domani mi telefoni, andiamo insieme in un’officina, pago io.
Il ragazzo guarda il biglietto con sguardo da pesce bollito e io comincio ad esasperarmi. Haroldo è di fianco a me. Ha già le chiavi della sua macchina in mano. Prima che io inizi a gridare, lui interferisce e la voce di un uomo, come succede sempre, risulta più comprensibile e anche in questo caso è così. Il ragazzo si rivolge ad Haroldo dimenticandosi di me.
Guardi, secondo me sono almeno trecento, sa (pausa per vedere la reazione di Haroldo, inesistente). Come minimo. Appena riverniciata, il mese scorso, sa com’è.
Haroldo sa com’è e dice: ok, trecento.
Ma il ragazzo tentenna davanti a tanta facilità.
Ma vorrei magari risolverla subito, non che io non mi fidi, figuriamoci, ma la chiudiamo lì adesso senza più fastidi.
Per Haroldo anche questo è ok. Prende il libretto degli assegni dalla tasca.
Senta, credo che sia meglio quattrocento.
Haroldo compila l’assegno senza rispondere, lo dà al ragazzo e, chinandosi dentro al mio finestrino, dice: fatti in là. Il ragazzo tiene l’assegno stretto con le due mani, cercando di capire come ha fatto a vincere quattrocento real.
A volte mi stanco.
Non bisognerebbe stancarsi, lo so. Almeno questo sono riuscita ad impararlo nella vita: tutti perdono ma chi si stanca perde prima. Ma a volte mi stanco. E così mi faccio in là.
Nei momenti in cui, da brava ragazza, obbedisco senza fiatare, sono solita dire che sono Santa Calma Piatta. Ho visto tante calme piatte ma non ho mai visto una Santa Calma Piatta. Ma me la immagino. Una Santa-lago, con lo scialle e il messale, le acque sempre immobili, il sole che batte ma scalda a malapena la superficie, nessun rumore, neanche i grilli.
Mi faccio in là. La donna che era una Santa Calma Piatta.
Mi faccio in là, il sedere più grasso ad ogni secondo che passa, un cartone animato, riesco a malapena a trascinarmi, passando penosamente e diselegantemente sopra al cambio, fino al sedile del passeggero sul quale mi deposito con un sospiro. Il problema non è soltanto la morte di mio padre, Haroldo, i miei molti nomi, ma è anche il mio cognome. Settimana scorsa il mio ex-marito si è risposato e non mi ha invitata al suo matrimonio e io che avevo sempre pensato che noi fossimo diversi, che io non fossi una ex-moglie ma un’amica, la migliore amica, la compagnona, la donna più importante della sua vita, l’unica, quella che nell’ora della morte, quando gli chiedono chi è stato veramente importante nella sua vita lui dice che sono io, io, quella che sempre, in qualsiasi circostanza. E adesso questa, saremo due signore Souza. Soiza. Non sembra avere un gran senso dell’umorismo, credo che non capirà la bellezza di essere chiamata signora Soiza. Meno male, io sarò la signora Soiza e lei sarà la signora Souza. Altrimenti, saremmo due signore Soiza. Io e una ragazzetta di circa vent’anni. E fin qui tutto ok, siamo separati da molti anni, io e il mio ex-marito, ma io non ho preso parte alla nascita di questa seconda signora Souza-Soiza, una cosa nella sua vita alla quale non ho preso parte.
La donna che era una completa imbecille.
E così questa settimana che non dico sia stata la più confusa della mia vita perché la mia vita è prodiga di settimane confuse, ma una delle più, di sicuro, con tante cose a cui pensare, ho passato buona parte del mio tempo a pensare come, perché, mio marito mi abbia fatto questo.
E così è stato per via di tutto questo che mi sono fatta in là.
Ed è stato anche per via di tutto questo che non pensavo a niente quando Haroldo si è fermato al distributore di benzina, il solito, quello che ha la benzina migliore, lì all’angolo, a fare il pieno, dare un’occhiata all’olio e controllare le gomme. Lui ha preso nota per la prima volta in quella giornata dei litri di benzina inseriti e del chilometraggio corrispondente sul foglietto sul manubrio, che mi costringe a compilare. E in quel momento, l’inizio della stratificazione del mio errore Santa-Calma-Piatta, mi viene da dire soltanto quello che sa già:
Poi ti ridò tutto – riferendomi ai soldi della benzina e ai soldi del ragazzo del tamponamento in macchina.
E Haroldo sorride, non ha il minimo dubbio che io possa non ridargli tutto, non sono certo il tipo di donna da sentirsi in debito con un uomo per i suoi soldi, quante volte mi ha sentito dire questa frase, e ingrana la terza con un’aria da adesso inizia il viaggio. E, lui sì, guarda in tutti i retrovisori del mondo prima di immettersi nella corsia. E, sì, sa che non gli passo immediatamente l’assegno soltanto perché a me in macchina viene la nausea e se mi abbasso, prendo l’assegno, lo compilo, che giorno è oggi, mi verà la nausea di sicuro, nonostante il fatto che, adesso lo sappiamo tutti, la nausea mi sarebbe comunque venuta, se non all’andata, al ritorno.
Così a quell’ora, all’inizio del giorno, guardo fuori dal finestrino come sto facendo adesso e cerco di non pensare più a nulla e ancora meno a cosa farò a Miracema. Perché a volte mi viene la nausea anche camminando, anche ferma senza fare niente, quindi la cosa migliore è fingere che non sono io ad essere lì, c’è una ragazza, qui dentro la macchina, che guarda la notte scendere sulla Baixada.
La ragazza che passava in macchina.
Durante un certo periodo della mia vita, pensavo che il giorno che mio padre fosse morto avrei potuto finalmente guardarlo, intendo dire, guardarlo bene, con calma, in ogni dettaglio e così sarei riuscita a sapere che faccia aveva. Pensavo che qualcosa, forse una curva all’ingiù delle sue labbra sottili e dure, uno spicchio dimenticato aperto dei suoi occhi azzurro ghiaccio, la forma, chissà, delle sue guance non più sanguigne ma cerulee, qualcosa avrebbe colmato i vuoti che esistevano nella mia storia. Da morto io l’avrei guardato fino a saziarmene senza temere di essere guardata a mia volta. Questo successe per un certo periodo.
Poi iniziai a metterlo insieme, da lontano, senza guardare, perché per molti anni, anche quando andavo a Miracema, vedevo mio padre solo da lontano, lui nella porta della sua stanzetta sul retro, che mi faceva un cenno, quasi entrando, come se avesse fretta. Così, in seguito, misi insieme io stessa una faccia pensando che, quando fosse morto, sarei andata lì a verificare. Sapere, da un collo rugoso, da una mano macchiata incrociata sul petto, se quello che avevo messo insieme era giusto. Ma non ci sono riuscita, sono impaziente. Ho dovuto anticipare. Sono andata ad accertarmene perfino prima che lui morisse, ci stava mettendo troppo a morire.
Non è stata soltanto impazienza. E’ stato anche perché non avevo niente da fare, perché quando la mia vita si ferma cerco di fare in modo che vada avanti.